i02 GatoOdio a los gatos. Me disgusta que me restrieguen sus cuerpecitos peludos y también me disgusta su actitud altanera. Incluso escucharlos maullar me enoja. Si no me gusta ver pelusas en mi ropa mucho menos me va a gustar encontrar un pelo de gato.

Así y todo estoy fascinada con uno.

Más específicamente me refiero a un hombre que le gusta sesionar disfrazado de un gato negro, uno muy elegante porque siempre viste de traje sastre con chaleco y pañuelo en el bolsillo del saco.

Le llaman señor Gato, así de sencillo. Pero él es todo menos sencillo.

Me gusta sentir sus caricias por mi piel, usa guantes con forma de garras de gatito que compró en una Friki plaza y son muy suaves. Cuando lo conocí, al igual que cualquier gato, me desagradó verlo. Más bien, me sentí desconcertada, luego sentí repulsión.

Fue una noche muy fría. Iba yo camino a casa luego de un largo día en la oficina. Me había quedado de guardia porque era Noche buena. Estaba muy agotada y muy fastidiada, la carga de trabajo siempre era mucha desde una semana antes. La Navidad y el Año nuevo nunca fueron mi hit debido a eso.

Siempre había pasado frente al bar “Sangre y oro”, aunque nunca me fijé en él. Esa noche contestaba un mensaje que me había enviado una compañera de trabajo, me estaba pidiendo que la cubriera al día siguiente y yo estaba escribiendo un corto rechazo cuando choqué con un largo y musculoso cuerpo.

Sentí miedo tras darme cuenta de mi estupidez, pero cuando levanté la cara para disculparme vi una máscara de gato de pelaje negro. No encontré palabras, por lo que escuché su risa, apagada debido a la máscara. También rieron las demás personas detrás de él. Yo balbuceé una disculpa, pero me sentí tan intrigada que pregunté el motivo de su atuendo.

—¿Es una fiesta de disfraces? —dije. Supe que fue una torpeza porque los demás rieron divertidos.
—Sí, hermosa, es una fiesta —contestó él—, pero no se necesitan disfraces. ¿Quieres entrar?
—¡Oh, no!, gracias. Paso.
—¿Te espera tu familia?
Aquello me dolió. Nadie me esperaba en casa, solamente un departamento vacío y frío. Me vio bacilar, por lo que insistió. Me rodeó los hombros con el brazo derecho, como si nos conociéramos de hace muchos años, y susurró para mí:
—Te va a gustar, hermosa. Si vienes conmigo serás mi invitada especial.
Dije que sí.
¿Cuándo había hecho algo así en mi vida? Nunca. Yo soy del tipo de mujer que jamás se deja manipular, ni se aventura a algo tan extremo como aceptar la invitación de un extraño, vestido de gato para colmo, a ir a una fiesta en un bar que se llama “Sangre y oro”.
El señor Gato no me soltó, caminó abrazado a mí hacia el interior del bar. Tal vez porque me sentía nerviosa y estaba por decirle que prefería mejor retirarme. Sin embargo, dicha fiesta resultó algo… ¿cómo decirlo? ¿asombroso? No, pervertido. Había gente disfrazada de Santaclós, o tenían diademas con cuernos de reno o gorritos rojos. La mayoría ya no vestía nada.
—¿Qué te gustaría probar primero? —me preguntó señor Gato.
Temblé antes de contestar.
—Mejor me voy.
—Tu invitada especial es una cobarde —dijo alguien con saña, y por cierto que me calenté. Siempre cometo una estupidez tras otra.
—Ay, ya —gruñí enojada—. Probaré eso —señalé una estructura en forma de X.
—¿La cruz de San Andrés? ¿Segura? —me preguntó asombrado.
Fue la expresión boba, risueña y burlona de su amigo lo que me llevó a decidirme.
—Claro que sí. ¿Cómo se usa?
Entrelazó su mano con la mía y me jaló hacia la Cruz. Me miró de arriba abajo. Me quitó el abrigo, el suéter que llevaba debajo y cuando estaba por quitarme la blusa le detuve.
—Oye, no…
—No se puede sesionar aquí con ropa.

Tal vez se debía a que mi vida era aburrida o a que estaba cansada y no pensé de manera correcta. Tal vez solo estaba necesitada de aventura. Decidí quitarme la blusa e hice lo que me ordenó: que me colocara de espaldas para que pudiera atarme las muñecas y los tobillos.

Nunca había hecho eso, pero sí sabía lo que era, sabía lo que estaba por hacer y eso me estaba provocando mucha expectativa. Para ese momento ya estaba muy mojada.

Sin preguntar mi opinión él desabotonó mis pantalones y me los quitó. No me negué. No sabía cómo encontrar mi sentido común.

Sentí su mano desnuda, sin guante de peluche, acariciarme las piernas, lo hizo con mucha lentitud. Pasó por mi cadera y luego por la cintura. Me retorcí porque siento cosquillas, por lo tanto volvió a hacerlo. Mi risa cambió a gemido cuando me acarició una tercera vez; entonces dejé de pensar.

Comenzó con un flogger muy suave, él me explicó que era todo lo que usaba en mí. El primero fue uno de piel de conejo que usó para acariciarme la espalda. El siguiente me lo mostró, era un flogger con forma de flores. Para ser honesta esperaba mucho dolor, pero tras el primer golpe solo sentí un poco de ardor similar al que queda cuando te rascas muy fuerte. Esperé los demás golpes con ansias, pues sentí el mismo alivio.

Hubo momentos en que tardaba para dar el siguiente golpe, de modo que me volví lo más que pude para observar. Estaba platicando con varias personas, había mucha gente mirando la escena y sentí pánico. El señor gato se percató de ello y se apresuró a llegar a mi lado.

—¿Cómo estás, preciosa?
—¿Es necesario que esté tanta gente de mirona? —pregunté intimidada.
Él rió de inmediato.
—Por supuesto, de eso se trata esta fiesta.
—No, no me gusta.
—Muy bien. Si prefieres podemos pasar a alguna de las habitaciones de arriba.
—¿Qué? ¿Hay habitaciones arriba?
—Pues claro —contestó. Incluso sin verle el rostro podía intuirle una sonrisa burlona.

Ya me había aventado a entrar en esa fiesta y a dejarme azotar por ese hombre misterioso, de modo que ya no había manera de verme recatada. Acepté a que me desatara para subir a una de las habitaciones. Él me arrebató la ropa de las manos antes de que me vistiera, la dobló y la colgó en su brazo izquierdo. Caminé detrás pero cogidos de las manos, sorteamos a los demás y me sentí tan observada que no pude mirar al frente. Soy delgada, pero no soy del tipo “modelo de pasarela”. Fui consciente de todo lo que veían los demás: mis piernas gorditas, mi estómago con estrías. Pero aquella vergüenza no duró mucho, las sonrisas eran de aceptación.

—¡Vaya premio te ganaste, Gato! —dijo alguien.
Claro, aquellas palabras me envalentonaron y me levantaron el ánimo. De alguna forma ser un buen premio fue algo que me gustó.
La habitación no era muy grande, solo tenía una cama y un bañito. Había un armario donde el señor Gato colocó mi ropa, allí buscó entre varios juguetes y sacó unas esposas.
—¿Alguna vez te quitas esa máscara?
—Cuando me baño, porque si no lo hago, se moja —contestó burlándose.
—Ah, ya —respondí—. ¿Y si te la quitas ahora?
Primero me miró, pero decidió complacerme. Su sonrisa fue lo primero que vi. Se trataba de un hombre común y corriente. Rostro ovalado, barba poblada, ojos cafés. Era apuesto.
—Esperabas algo distinto —dijo, no supe si fue una pregunta.
—No.
—Súbete a la cama, boca abajo.

Aún tenía la ropa interior y sentí necesidad de quitármela, pero no sabía si él estaba de acuerdo. Al pensar en eso fui consciente de que me gustaba recibir sus órdenes. Y así siguió: Quítate el bra, extiende los brazos hacia arriba, dime si están muy ajustadas las esposas.

Él se quitó la ropa frente a mí sin mirarme. Me acomodó a su gusto, no me preguntó nada más. Como estaba en cuatro me bajó la cabeza hasta la cama, me levantó el trasero a su altura y me abrió las piernas luego de quitarme las pantaletas. Ni siquiera se lo pensó, entró en mí con fuerza. Sus embates fueron muy rápidos. Me dio varias nalgadas, nada suaves. Luego juntó todo mi cabello en una coleta y jaló igual de fuerte. Ni qué decir que me gustó toda esa rudeza que jamás había probado antes.

Cuando creí que había terminado me ordenó que me acostara boca arriba, no me desató las manos, volvió a penetrarme igual de fuerte y como yo no podía tocarme él apretó mis pezones por mí, incluso les dio de palmadas y me mordisqueó. Por supuesto que me retorcí de placer.

Me reí sin querer cuando lo vi quitarse el condón.
—¿Estás bien? —preguntó.
—¡Oh, sí! —contesté.
—Qué bueno que te diviertes.
Me senté en la cama y lo miré. Tenía buen cuerpo.
—¿Cómo te llamas? —dije. Mi sonrisa fue tímida esta vez. Hasta ese momento caí en la cuenta de que me había acostado con alguien a quien no conocía, acto que la antigua yo consideraba de gente estúpida.
—Alejandro Martinez.
—Ah, mucho gusto, yo soy Margarita Navarrete.
—Bienvenida, Margarita.

Por: Lilly Haggard

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